domingo, 2 de agosto de 2009

UNA NOTICIA INFAUSTA: LA PARTIDA DE NICOLÁS VEGA ÁNJEL, UN IDEALISTA SIN PARANGÓN

Ha partido de este azaroso mundo un hombre definitivamente excepcional: Nicolás Vega Anjel (Q.E.P.D.). Desde luego que cuando me refiero a su persona, me resulta de hecho inhacedero abstraerme de mi condición de amigo de toda una vida. Consecuentemente, viene de inmediato a mi memoria la oportunidad en que lo conocí. Fue el 29 de septiembre de 1965, en el pabellón “K” del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, cuando yo -al inicio de mis estudios de psicología-, actué en un concierto de “bel canto” ante una entusiástica audiencia dónde él destacaba por su activo concurso. Desde esa misma fecha, nació entre nosotros un vínculo granítico, perenne; y por tanto resistente a cualquier embate coyuntural. Vivíamos conjuntamente los tiempos del aula universitaria, en el hermoso recinto ubicado en la comuna de Macul, Santiago: época de sueños, utopías y romanticismos. Nicolás Vega Ánjel, habiendo obtenido años antes el título de docente normalista, acababa de licenciarse de profesor de estado en filosofía.

Admirador sin límites de la cultura germana, viajó enseguida a Göttingen, Alemania, para perfeccionarse en la vetusta universidad existente en dicho lugar. Ahí se adentró, quizás como nadie, tanto en el pensamiento filosófico hegeliano, cuanto en los intrincados laberintos de la lingüística greco-romana. En la praxis política, fue invariablemente un hombre de izquierda íntegro: un militante socialista honesto, antidogmático, de convicciones impolutas y tolerante frente a quienes discrepaban de sus opiniones. Ni siquiera el cruento destierro de que fue víctima, le impidió estar ligado -con una afección casi religiosa-, al terruño que le vio nacer, Riachuelo, un pueblito inserto en los contrafuertes cordilleranos de la Décima Región de Chile. Era, asimismo, un amante in excelsis de toda forma de belleza. En pocas palabras, encarnaba fielmente el arquetipo propio de un esteta empedernido.

Al regresar de Alemania, retomó la enseñanza de la filosofía en la Universidad de Chile, Sede Osorno, hoy Universidad de Los Lagos. En dicho lugar -hacia 1971-, el destino hizo que convergiéramos otra vez. Al poco tiempo, fue elegido Vicerrector en aquella Casa de Estudios Superiores: jerarquía a la que accedió mediante una categórica votación por parte de los estamentos académicos y la comunidad universitaria in toto.

El 12 de septiembre de 1973 lo destituyeron ignominiosamente de dicho cargo. Sometido “a proceso” -una pantomima malsana e impregnada de aviesos influjos-, le aplicaron una condena que ya estaba escrita antes de que comenzara el juicio. Estuvo detenido casi tres años. Padeció malos tratos y un sinnúmero de vejámenes durante su reclusión. Finalmente, de manera áfona, emprendió el rumbo al exilio, radicándose como desterrado en su querida Alemania.

Lejos de Chile concibió nuevos proyectos. La Universidad de Bremen le abrió sus puertas. En aquella honrosa institución teutona, sirvió la Cátedra de Literatura e Historia Social de América Latina. Más tarde -y en virtud de sus méritos académicos, éticos e intelectuales-, le fue concedida la nacionalidad alemana. Ya arraigado en su nueva patria, vivenció una de sus alegrías más significativas: el nacimiento de su bella hija Beatriz; a la cual, sin duda, consideraba lo más importante de su vida: un inapreciable regalo para su fuero interno.

Hace poco, el año 2008, vino a Chile con el ánimo de quedarse. Jamás puso como leit motiv de su existencia el logro de prebendas materiales. ¡Las que, por sus cabales, merecía de sobra…! De verdad detestaba, sin cavilaciones, cualquier conducta que le sugiriese tal actitud. Fue sobremanera generoso con todo el mundo. Quienes, al arribo a su patria estaban en el gobierno, no sólo tendrían que haberle acogido con presteza, sino que también debieron reivindicarle el status académico que, otrora, le fue usurpado en la Universidad de Chile. Era lo mínimo que a él le correspondía. Lamentablemente, en su caso, no hubo voluntad ni espíritu de justicia algunos.

En lo personal fue para mi, más que un amigo con mayúsculas, un genuino hermano. Por fortuna se lo expresé muchas veces. En este mismo instante, me angustia el contrasentido que enfrento al saber que escribo a propósito de su muerte. Ciertamente, no puedo aceptar ni convencerme que me encuentro enfrente a un penoso factum. Sin embargo, aquella suerte de negación me ayuda a no dar rienda suelta al llanto; y así, quizás, evadir una pérdida que me suscita rebeldía. ¡Cuántas veces conversamos y discutimos sobre la trascendencia del espíritu…! ¡Cuántas veces le oí decir que la “razón pura” constituía la forma más feliz de concebir al Creador…! Hoy, querido Nicolás, te encuentras muy lejos, pero también muy cerca. Para ti las dudas ya concluyeron. De seguro que ahora estarás conversando animadamente con Sócrates y Hegel. Intuyo, asimismo, tu venturoso encuentro con Goethe, Beethoven, Schiller, Wagner, Verdi, Kant y también nuestro querido Borges.: dramaturgos, músicos, poetas y filósofos. ¡Tú ya tienes ese privilegio…!


Amigo entrañable:

Sé muy bien que no puedo aquí permitirme el desahogo catártico de las lágrimas. Y es que tengo conciencia de que cualquier modo de quebranto afectivo, sólo daría cuenta de mi ínsita debilidad y egoísmo. ¡Tú!, ya accediste a la omnisciencia in integrum. Tienes ante tus ojos la contemplación del absoluto y la verdad última. Eso que para nosotros, acá -en este mundo pletórico de inequidades e incertidumbres-, se nos aparece como una estrella inalcanzable. Es, en este mundo, donde ¡tú!, ahora, simplemente ya no estás. ¡Cuántos asuntos compartí contigo y cuán valioso fue vuestro apoyo en momentos tan difíciles de mi vida…! Lo que te debo, en todo orden de cosas, posee una dimensión infinita. Siempre tuviste la valentía y virilidad suficientes para no titubear, cuando, otros -con una voracidad y pequeñez impresentables-, se encaminaron por la ruta del acomodo venial y oportunista. Prologaste tres de mis ocho libros. Viajaste especialmente desde Alemania hasta la Patagonia chilena para presentar uno de ellos. Tu palabra generosa vertida en dichos textos, no sólo denota nuestro permanente diálogo, sino que, asimismo, la comunión ontológica que siempre nos aproximó.

Aquí, en el rubro Comentarios de Visitante de mi Web, quedará registrado tu lúcido ensayo escrito el 7 de julio de 2006, el cual intitulaste: “Democracias Populares y Capitalismos Populares: ¿más democracia o más burocracia?” Un notable análisis.
¡Gracias hermano por el último llamado que me hiciste desde la clínica…! Jamás me imaginé que lo hacías para despedirte…! Lo que esa vez hablamos tú te lo llevas y yo me lo guardo. Tal conversación ha quedado inconclusa. Pero ya retomaremos el diálogo. Puesto que, más temprano que tarde, nuestro intercambio de ideas renacerá indefectiblemente. De ahí que hoy sienta, tal vez como nunca, que en este tránsito efímero que constituye la vida, uno sólo propone, porque, en definitiva, es únicamente Dios quien dispone.
Adiós… amigo… Hasta pronto…

Sergio Rey M.
E-mail: sergiorey@sergiorey.cl
www.sergiorey.cl

Punta Arenas, Patagonia de Chile, junio de 2009.

lunes, 4 de agosto de 2008

SOBRE LA SOBERBIA

La soberbia consiste en una especie de amor propio indebido: un orgullo sin límites y muy próximo a lo morboso.

Por consiguiente, quien la padece busca insaciablemente honores, reverencias y genuflexiones.
Para Santo Tomás de Aquino -el teólogo- la soberbia encabeza la lista de los siete pecados capitales. Pues se opone a la modestia y, por supuesto, contradice abiertamente aquello que la virtud de la humildad afirma y sugiere.

La soberbia estimula la arrogancia, el endiosamiento y sobre todo la megalomanía: aquella actitud de mirar a nuestros semejantes desde una postura de ente extramundano. Pero hay más: la soberbia lleva al ser humano a creer que ha superado su condición de tal, para convertirse en una enfermiza personificación del mismísimo Dios.

Un gobernante, en cierta oportunidad, hizo pública una declaración tan pomposa como amenazante: “¡aquí no se mueve una hoja sin que yo lo sepa…!” Otro, a su vez, no mucho tiempo después y casi siguiendo el mismo estilo, increpó a un periodista que lo entrevistaba, mediante una sentencia no menos pretenciosa: ¡usted señor -le dijo alzando su voz al unísono con su dedo índice- debe confiar en el criterio del Presidente de la República…! ¿Qué tal? ¿Qué les parece? ¿Cuánta soberbia hay en estas actitudes? Infinita, diría yo.

Por eso, amiga. Por eso, amigo… ¡cuídate de caer en las garras del ensoberbecimiento…!, ya que éste ha dado lugar a innumerables calamidades en la historia universal.
Se dice que son mucho más los reinos o gobiernos a los que derribó la soberbia, que los que sucumbieron por obra de la espada u otras acciones. En consecuencia, no pierdas nunca de vista que sólo eres humano y por ende llevas consigo una estirpe defectuosa de la cual no puedes desentenderte. Por tanto, siempre cargarás sobre tus espaldas el peso de la precariedad e “incompletud”.

Entonces, ¡jamás dejes de ser humilde, porque eres esencialmente imperfecto…! Protégete en consecuencia de las alabanzas. Más bien desconfía de ellas, porque la historia demuestra, a cada rato, que éstas habitualmente obnubilan hasta el buen juicio de los más notables. Recuerda un viejo latinismo que al respecto dice: “Toda perdición toma su principio en la soberbia”.

¡Tengámoslo presente…!

DR. SERGIO REY

domingo, 3 de agosto de 2008

SOBRE LO QUE SIGNIFICA SER UN VERDADERO ESTADISTA

Un verdadero estadista se diferencia sobremanera de un político común. Es capaz de conducir a su pueblo y, desde luego, trasciende las fronteras de su país. Posee una mirada excepcionalmente lúcida a largo plazo y le otorga a la época que vive su propio sello.

Un genuino estadista, sin duda, difícilmente cuente con el beneplácito de mediocres, timoratos y oportunistas: el pan de cada día en la cotidianidad política.

Un estadista indefectiblemente pasa a la historia. Sin embargo, aquello no le asegura loores ni aplausos en su tiempo; y quizás tampoco obtenga una aceptación óptima en las encuestas.

Los estadistas son sumamente escasos en el devenir histórico universal, pudiendo -inclusive- hasta contárseles con los dedos de una mano. Uno de ellos fue el general, estratega y político ateniense Pericles, quien vivió entre los años 495 y 429 a.C. Gobernó Atenas durante cuatro décadas, dándole su nombre a todo un siglo: el siglo de Pericles. Como militar creía en la planificación y la acción. En cuanto a hombre público -educado por filósofos-, valoró el pensamiento y tuvo confianza en la capacidad del pueblo ateniense para dirigir todo tipo de asuntos de Estado.

En nuestra realidad -y particularmente en el último tiempo- se suele asignar la categoría de estadista a “ciertos actores” que en mi opinión están a años luz de serlo. ¡Qué desparpajo, diría yo…! Pareciera que por un malsano efecto comunicacional, hemos venido construyendo un sinónimo francamente perverso: que estadista significa lo mismo que demagogo.

Y es que si en Chile abundaran los estadistas -como algunos interesados nos quieren hacer creer- se habrían previsto los problemas energéticos que hoy nos aquejan. También lo que ocurre y ocurrirá con las reservas de agua dulce; y, desde luego, la preocupante situación limítrofe en el norte del territorio nacional.

Benjamín Disraelí -Primer Ministro de Gran Bretaña hacia 1867-, sostuvo que la diferencia entre un estadista y un político es que mientras el primero piensa en las futuras generaciones, al segundo sólo le interesa el próximo acto eleccionario.

Un estadista -repito- se anticipa al futuro. No confunde el concepto de plan estratégico con medidas netamente tácticas o electoreras. Un estadista no inaugura obras como si éstas ya estuviesen eficientemente materializadas, ni le endosa sus errores a quienes lo suceden en el cargo. Un estadista no gobierna mirando las encuestas y distingue muy bien la apariencia de la esencia. En buen chileno, “no confunde la paja con el trigo”. Un estadista sueña con un imposible, pero igualmente sabe lo que es posible.

Hace ya más de 170 años que nuestra república tuvo a un genuino estadista en el gobierno. Este nos adelantó que el futuro de Chile estaba en el Océano Pacífico. Del mismo modo, nos hizo ver que deberíamos estar muy alertas ante la dominación económica en ciernes que ya en aquel entonces insinuaba Mister Monroe, Presidente de los Estados Unidos. Igualmente dijo que el Estado debe ser manejado por pocos funcionarios, porque ello evita la burocracia y la corrupción. Fue un político que tuvo todo el poder sobre sus hombros; sin embargo murió absolutamente pobre, siendo asesinado a manos un grupo de militares que pretendían derribar el gobierno.
Ese hombre, un estadista de verdad, fue Don Diego Portales…

¡Tengámoslo presente…!


DR. SERGIO REY

domingo, 27 de julio de 2008

EL HOMBRE QUE DEBIÓ SER PRESIDENTE DE CHILE…

Constituye una realidad indesmentible que la clase política chilena, no es vista con buenos ojos por el ciudadano común de nuestra tierra. De hecho, sólo una ínfima parte de la población milita en un determinado partido; lo cual, de una u otra manera, hizo posible que estos, y sin consultar a nadie, dictasen una ley en su favor con tal de financiarse.

Las encuestas demuestran, además, una profunda indiferencia de la gente -y particularmente entre los jóvenes-, respecto de la actividad política en general. Y más que eso: el chileno promedio percibe que participa, única y exclusivamente, en el procedimiento de colocar a alguien en el poder cada cierto período. Por consiguiente, el voto es hoy un factor clave en el ingreso efectivo a la vida política. En pocas palabras, el acto eleccionario en sí mismo termina por sustituir a la voz u opinión de la gente.

En Chile se habla en demasía del advenimiento de la democracia: algo así como si recién viniéramos conociéndola. Es cierto que tuvimos un quiebre institucional que duró casi dos decenios; y de sus causas, por supuesto, no me compete aquí extenderme. Restaurada ésta, los partidos políticos volvieron por sus fueros. O sea, de nuevo dirigen y controlan a voluntad los actos eleccionarios; lo que no sólo hace muy difícil que un independiente pueda ser elegido Presidente de Chile, sino que también cualquier militante que mire más allá del interés partidista inmediato. A su vez, los mecanismos de promoción interna de los partidos, impresionan como muy poco transparentes.

Una costumbre nuestra -y tal vez universal-, es homenajear a las personas que ya han partido de este mundo. Por eso -aunque me arriesgo a ser mal interpretado- quiero esta vez rendir tributo a un hombre que debió ser Presidente de Chile. Es un hombre al que debemos reconocer por su altura y visión política superiores. Tuvo capacidad para adelantarse a los tiempos. Sirvió a Chile como Ministro de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Don Eduardo Frei Montalva, a través de todo su período. Militante de partido serio y ejemplo de consistencia. Una vez conmovió a la comunidad internacional, en las Naciones Unidas, cuando interpeló a los Estados Unidos por su actitud de, según dijo, tratar a esta parte del mundo como “el patio trasero de América”.

Antes de 1994 -y perfilado como precandidato a la primera magistratura-, señaló que en Chile era necesario constituir un gobierno nacional por sobre los partidos. Desde luego que nadie quiso escucharlo.

Hoy, a más de un decenio, sus ideas vuelven a tomar cuerpo. Quizás ya sea tarde para postularlo, pero nunca será tarde para reconocer su trayectoria de bien público. Continúa trabajando silenciosamente por su Patria, en el grupo que defenderá la postura de Chile ante la Corte de la Haya, a raíz del diferendo limítrofe con el Perú.

Este hombre debió ser Presidente de Chile y no lo fue. ¿A quiénes debemos preguntar por qué esto sucedió? Bueno. Evidentemente que a los partidos -hoy convertidos en verdaderas agencias de empleo- y sobre todo a la propia colectividad donde él milita.

¿Y quién es entonces este ciudadano al cual hoy rindo homenaje en vida? Es Don Gabriel Valdés: una víctima evidente de los “tortuosos manejos” de las cúpulas partidistas.

¡Tengámoslo presente…!


DR. SERGIO REY

martes, 27 de marzo de 2007

RESPECTO DE CUANDO EL ESTADO NO RESPONDE A LAS EXIGENCIAS DE LOS TIEMPOS

Hoy, y por poco de manera universal, se insiste en la necesidad de modernizar al Estado. Esto, por una parte, a modo que se ajuste al escenario impuesto por la mundialización de la economía, como, por otra, para obtener una mayor eficiencia administrativa al interior de cada Nación.

De ahí que escuchemos voces que instan -entre otras propuestas-, a restringir su tamaño; en la inteligencia de que con ello, supuestamente, deberían alcanzarse importantes ahorros en el ámbito de la hacienda pública.

En lo que a nosotros concierne, es un hecho irredargüible que el Estado chileno se encuentra en mal pie hace bastante rato. Más exactamente, desde fines del siglo XX. En la práctica, recuerda esas vetustas edificaciones, que, al ser desatendidas por sus genuinos propietarios, quedan en manos de unos circunstanciales ocupantes a quienes no les interesa su mantenimiento; porque sienten -casi de seguro- que habitan una morada provisional, y por ende ajena a su propio peculio.

El principio del servicio al Estado -que antaño se orientó hacia la figura del monarca-, en el presente es percibido como una entelequia intrínsecamente ligada a días pretéritos. Entonces, el carácter mismo de la República, sufre una suerte de transfiguración que trae consigo patentes indicios de inestabilidad. Por consiguiente, no sólo cunde el desencanto ciudadano, sino que, debido a la falta de sustancia moral que aflora por doquier, se potencia el despliegue de una conducta indefectiblemente voraz: “trasquilar” al Estado hasta donde sea posible. Ya que a éste se le ha adscrito la aureola característica de una gran “mamadera”, siempre lista para la succión sin tope de los oportunistas más felones.

Admitamos que Chile -otrora- fue capaz de darse instituciones respetables y respetadas, tanto en el ámbito interno, cuanto en el internacional. Una de ellas fue el Congreso -que siempre reguló eficazmente los actos de los gobernantes-, desalentando así toda iniciativa tendiente a “hacer la vista gorda” ante cualquier uso anómalo de los caudales públicos (corrupción).

Consecuentemente, resulta sobremanera desolador advertir como nuestros honorables congresistas -entre gallos y medianoche e “inspirados” por la proximidad de un comicio electoral-, se autoadjudiquen jugosos aportes monetarios a fin de solventar “ciertos envíos postales”. Y lo que de por sí representa un acto extremadamente agravioso para sus mismos electores, es que no trepiden, además, en asegurarse mediante el pago de pingües indemnizaciones, para la eventualidad de no resultar reelectos por la ciudadanía.

Estas prebendas, por cierto, no podrían siquiera ser imaginadas por el sempiternamente estoico contribuyente de la Nación, ya sea público o privado. Tampoco por el Presidente de la República, ni por el de la Corte Suprema. Menos por los Comandantes en Jefe de la Fuerzas Armadas. Pero hay más: amén de estos irritantes desembolsos para aquel hombre que trabaja anónima y pudorosamente en nuestra patria, se añade otro más dirigido a sus secretarios personales, el cual, por cierto, también se cancela con cargo a la “siempre profusa sangría fiscal”.

Tales acciones -aparte del verdadero “morbo” a que dio lugar el recientemente conocido desvío de fondos públicos, como asimismo la develada participación de los llamados operadores políticos en actividades proselitistas ilegítimas-, corroen peligrosamente el prestigio de este poder del Estado (cuya imagen -como se sabe-, continúa deteriorándose, sin que nadie tenga la altura suficiente para ponerle coto).

Al respecto, cobra licitud detenernos en las esclarecedoras enseñanzas que surgen de nuestra hermosa historia republicana. Ya que, en 1924, la sola intención parlamentaria de autoasignarse una dieta, produjo la disolución del Congreso: una de las instituciones más antiguas del mundo. Pues sesionó regularmente durante 93 años consecutivos, e inclusive en medio del fragor de las dos conflagraciones exteriores (Confederación Perú-Boliviana en 1836 y la Guerra del Pacífico hacia 1879).

Posteriormente, dicha entidad jamás ha podido revitalizarse por completo de ese patético descalabro, siendo disuelta -como si fuera poco-, en otras dos oportunidades, y, “para variar”, en un ambiente lleno de suspicacias por parte de la ciudadanía.

Lo que ocurra en el parlamento, sin embargo, no repercute tanto en el Estado, como lo que pudiese acontecer con el Presidente de la República o los partidos políticos.

En lo tocante a los últimos -activos nuevamente desde hace ya casi 20 años-, es obvio que han conseguido dirigir dicha corporación y por tanto las convocatorias a las urnas. No obstante, les ha resultado prácticamente imposible someter la voluntad de los electores; porque estos, en su gran mayoría, siguen optando por no adquirir militancia política alguna. De ahí que los partidos, a sabiendas de su incapacidad financiera, hayan consensuado una ley que les asigna un relevante aporte fiscal (¡Otra “gracia” más…!). O sea, disponiendo inconsultamente del dinero que los ciudadanos de Chile tributan con sacrificio; aunque esos mismos ciudadanos no estén inscritos en los cuadros de alguna entidad partidaria o, en su defecto, ni siquiera en los registros electorales.

Si siguiéramos al pie de la letra el espíritu de tan pintoresca medida, habría también que apoyar económicamente a toda empresa en déficit, de suerte tal que pueda subsistir a costa del erario nacional: ¡algo impresentable por donde se mire…!

A su vez, ante el influjo poderoso de las diversas tiendas políticas, es evidente que la actitud de la primera autoridad de la Nación cobra una importancia cardinal. No obstante, se visualiza claramente que su imagen ha venido sufriendo un sensible detrimento, al menos desde hace unos tres decenios. Pues, de una u otra manera, ¡se advierte que la figura del Presidente ya no posee la majestuosidad que tuvo en otros momentos de nuestra historia republicana…!

Y es que los mandatarios de Chile -independiente de cual fueren las convicciones que verbalizan explícitamente-, coinciden en priorizar asuntos de carácter contingente en el ejercicio del gobierno. Por ende, aquellos tópicos que son materia de preocupación universal por parte de cualquier Estado, lisa y llanamente quedan al margen de sus programas de gobierno. Esto -dicho sin rodeos- en virtud que no concitan el interés de los votantes, como asimismo de quienes conforman el “clientelismo” partidista.

Está a la vista, verbigracia, no sólo lo que ha sucedido con la crisis energética (imprevisión pura), sino que también con ciertos temas de futuro ampliamente merecedores de una actitud política clara, sin titubeos, como es el caso de las reservas de agua dulce.

Asimismo, conviene recalcar que no se requiere poseer competencias geopolíticas ni militares de nota, para intuir cuán necesario resulta anticiparse a hipotéticos conflictos que pudiesen sobrevenir en la zona limítrofe del norte de Chile: y, por supuesto, no a largo plazo.

En definitiva: estas cuestiones claramente trascendentes para el Estado, exigen una atención de primer orden por parte del Poder Ejecutivo. Pero lo real es que a ello se interpone una especie de “factum”, que determina que el Presidente de la República -vale decir, el mismísimo Jefe de Estado-, tenga que circunscribirse a desempeñar únicamente el circunspecto rol de Jefe de Gobierno: una potestad menor.

Vistas así las cosas, nada impide concluir que quien se aventure en postular a la primera magistratura de Chile -de cara al ciudadano votante y tras la búsqueda de su apoyo en las urnas-, sólo está en condiciones de prometer al pueblo la realización de determinadas reformas socioeconómicas, o bien ocuparse de algunos problemas puntuales que afectan a las llamadas “fuerzas vivas” del entorno social. Más exactamente: aquellos sectores que concitan un ingente número de individuos con capacidad de convocatoria.

Tal vez la postura anterior -que denota un neto sentido electoralista-, no sea del todo errada. Pero esto, sin duda, sólo si su puesta en marcha contempla no excluir instituciones que siempre serán esenciales para el funcionamiento óptimo de Estado; entiéndase -entre otras- la Administración, el Poder Judicial y/o las Fuerzas Armadas.

Es imprescindible, además, no pasar por alto que el franco desconocimiento del rol de dichas entidades estatales, ya golpeó una vez la conciencia de los chilenos, cuando, en el año 1969, fueron testigos del “estreno” de la primera huelga judicial acaecida en la república. E igualmente del inquietante desafío enarbolado por el general Roberto Viaux (“tacnazo”): movilizaciones de por sí bulliciosas -con ribetes de escándalo-, pero que se fundaron en motivos puramente gremiales.

Una señal a todas luces demostrativa de la evidente aminoración de la figura del Presidente de la República, es el fehaciente ocaso del multipartidismo a contar de 1964. Ya que la primera autoridad de la nación, desde esa época, ha constituido el gobierno sólo con los partidos que la llevaron al poder: Frei Montalva (que lo hizo con el apoyo exclusivo de sus dilectos camaradas democratacristianos), Allende, Aylwin, Frei Ruiz-Tagle, Lagos y ahora Bachelet; o, como el general Pinochet, que, al contrario, optó por borrarlos del mapa.

En este contexto, huelga consignar los “dimes y diretes” que suscita la influencia partidista sobre las decisiones del Presidente de la República. Entre estos, por ejemplo, el cuoteo en los cargos de legítima designación por parte del Ejecutivo (considérese, por citar sólo un hecho, lo que ahora último ha sucedido en Chile-Deportes); lo cual no sólo desencadena odiosas disputas “en la repartija del apetitoso botín”, sino que también en lo que respecta a decidir quiénes postularán a ejercer cargos de elección popular; porque, en esas circunstancias, comúnmente pecha un sinfín de potenciales “líderes”, siempre listos para asumir los “sacrificios” inherentes a incorporarse en la cosa pública.

¡He aquí entonces un nuevo estilo de “saqueo” al Estado…! Pues, en la praxis, se entroniza una poco disimulada red oligárquica, que termina por vilipendiar al siempre correcto hombre de trabajo de la Nación. Ese ciudadano, aquiescente y silencioso, que regularmente concurre a las urnas… “en democracia…”, como suele hoy repetirse con una majadería que ya provoca cansancio.

No debiera por tanto ser causa de asombro que de pronto escuchemos altisonantes discursos donde se plantea la urgente necesidad de establecer una política de Estado -y no de gobierno-, en referencia a ciertos organismos que son fundamentales para la República. Entre ellos: el Ministerio de Relaciones Exteriores. Ya que esa secretaría ministerial, debido al incremento del rubro exportador derivado de los convenios de libre comercio que Chile ha suscrito, es actualmente una de las principales instancias de gobierno. Idéntico panorama se perfila con la Judicatura, la Contraloría, la Educación y también las Fuerzas Armadas.

Pareciera entonces que sólo un estilo superior en el ejercicio de la política, podría proveer a dichas entidades estatales de funcionarios de carrera, ajenos a la partitocracia, que sirvan a la Nación y no al gobierno de turno. Esto, en pocas palabras, significaría dar inicio a una verdadera modernización del Estado.

En cualquier caso, un cambio de esta magnitud sólo es factible si se concreta aquella perspectiva unificadora que compendia fielmente el concepto Presidente-Jefe de Estado: una especie de ente indivisible.

Si los chilenos contáramos con una administración que fuere capaz de hacer suya dicha directriz, entonces recién, y a partir de ese instante, podría emerger una mirada global a largo plazo, que dé prioridad a los intereses permanentes de todos los ciudadanos de esta tierra, y, desde luego, que sobrepase la habitual “miopía” de quienes se encuentren circunstancialmente en el poder.

En suma: la idea de un Presidente-Jefe de Estado, resuelve la tácita mutilación que cercena abiertamente su rol. Ya que el Presidente de la República -al constituirse hoy en un mero Jefe de Gobierno-, debe limitarse a concretar unos cuantos objetivos específicos durante su período constitucional. Y si éste osara mirar el futuro con los ojos de un auténtico estadista, aquello le significaría no sólo comprometer su propia base electoral, sino que también la de los partidos que lo llevaron a tan augusta jerarquía en el aparato público.

Chile entonces -desde 1973-, se encuentra a merced de un grave intríngulis político, el cual, inexorablemente, provoca dramáticos desequilibrios en el Estado; porque -¡y digámoslo sin eufemismos…!-, los chilenos carecemos de un régimen de gobierno.

Cierto es que la decisión mayoritaria del pueblo, a posteriori del derribamiento de Allende, determinó el acceso al poder de varios gobernantes. Sin embargo, esos mismos gobernantes, han ejercido el mando en ausencia de un referente sólido que legitime su función de conductor del Estado. Por eso, cada mandatario ha hecho lo que puede. Principalmente porque no existen reglas del juego fijas, estables, que den fuerza legal a su actuar político. De ahí que se imponga la improvisación acorde con la contingencia. El período presidencial, dicho sea de paso, se ha modificado caprichosamente (predominio de los intereses electorales inmediatos de los partidos). La necesidad de emprender reformas constitucionales -y excúseseme la metáfora-, por poco parece haberse convertido en un real “prurito”, que evoca los años inmediatamente posteriores a la abdicación de O’Higgins (1823).

Desde luego que concebir un régimen de gobierno, no constituye una tarea sencilla. Lo usual, claro está, es que los mandatarios desconozcan el problema y se circunscriban a manejar las cosas “a la buena de Dios”, pero siempre teniendo a mano las encuestas: uno de los usos y abusos más emblemáticos de la época que vivimos.

Dadas estas circunstancias, no podemos menos que colegir que Chile debe proyectarse por sobre esto. Más que nada porque en los hechos fue capaz de “dar a luz” una economía muy distante de añejas prácticas estatistas; entonces ¿qué le impide ahora hacer lo mismo en el terreno político? Esto es, por cierto, que logre autoproveerse de un modelo de Estado inmanente a su propia experiencia histórica.

Cabe pues estudiar, con cuidadoso esmero, el interesante desarrollo institucional de nuestra patria: único en el mundo. Es necesario, asimismo, hacer un esfuerzo sostenido por sacudirnos de cualquier inclinación conducente a reproducir lo extranjero en nuestra realidad -y lo que resulta todavía más grave, a reproducirlo defectuosamente-, como también a escuchar la “voz omnisciente de aquellos sabios foráneos” que con asiduidad nos visitan. Si nos hacemos demasiado permeables al influjo de ultramar, aquella falencia reforzará decisivamente esa ínsita minusvalía que a veces irrumpe en el espíritu de los chilenos.

Por cierto que hay experiencias dignas de tener en cuenta más allá de nuestras fronteras, pero no en cuanto a las instituciones que en otros lugares se hubieren dado, sino que particularmente en lo que hace referencia a la actitud férrea demostrada por algunos pueblos para construirlas por sí mismos.

El ministro Diego Portales -ciertamente el más egregio estadista nacido en América española-, no escatimó elogios respecto de la institucionalidad inglesa; como, igualmente, acerca de las características psicológicas de sus habitantes. No obstante, el actuar político de Portales, pone de manifiesto que ni siquiera “rumió” alguna vez la posibilidad de reproducir en su patria aquel modelo institucional que tanto le había impresionado. Y menos, por supuesto, que sus connacionales hicieran suya la consabida flema que caracteriza al típico ciudadano británico.

Esta disposición, sin duda, devela el colosal talento político que el ministro expuso ante sus compatriotas mediante una mirada lúcida, desideologizada, independiente, creativa y primordialmente futurista: la eseidad misma que configura el perfil más exacto de un cabal hombre de Estado.

Al mismo tiempo, parece oportuno hacer presente que los chilenos -ahora último-, hemos venido aceptando con indolente ligereza cierta propaganda que pretende enseñarnos ¡qué significa ser un genuino estadista…! Pues casi todo el mundo permanece inerme cuando determinados “voceros” -aquellos personajes que vemos con asiduidad en los medios de comunicación-, intentan adscribirle tan excepcional atributo a ciertos integrantes de nuestra repetida “casta política”: una faramalla más que se nos desea “vender”. Porque, sin duda, lo que sí tenemos frecuentemente ante nuestros ojos, no es más que un proceder mediático, casi farandúlico, de que hace gala uno que otro señorón “adiestrado” para moverse al ritmo de las encuestas y, a partir de éstas, concebir un comportamiento abiertamente funcional a la mera intención de arrimarse o mantener el poder al precio que fuere.

Pero hay algo todavía más ignominioso, como es el hecho de que estas “impolutas figuras de la vocería pública chilensis”, pretendan inducirnos a confundir una noción tan excelsa del quehacer político -como es la de estadista-, con actitudes que podríamos insertar dentro de los cánones más perversamente falaces de la demagogia: una verdadera bomba de tiempo para la democracia… ¿O no…?


Dr. Sergio Rey (Ph.D., Ma.)