martes, 27 de marzo de 2007

RESPECTO DE CUANDO EL ESTADO NO RESPONDE A LAS EXIGENCIAS DE LOS TIEMPOS

Hoy, y por poco de manera universal, se insiste en la necesidad de modernizar al Estado. Esto, por una parte, a modo que se ajuste al escenario impuesto por la mundialización de la economía, como, por otra, para obtener una mayor eficiencia administrativa al interior de cada Nación.

De ahí que escuchemos voces que instan -entre otras propuestas-, a restringir su tamaño; en la inteligencia de que con ello, supuestamente, deberían alcanzarse importantes ahorros en el ámbito de la hacienda pública.

En lo que a nosotros concierne, es un hecho irredargüible que el Estado chileno se encuentra en mal pie hace bastante rato. Más exactamente, desde fines del siglo XX. En la práctica, recuerda esas vetustas edificaciones, que, al ser desatendidas por sus genuinos propietarios, quedan en manos de unos circunstanciales ocupantes a quienes no les interesa su mantenimiento; porque sienten -casi de seguro- que habitan una morada provisional, y por ende ajena a su propio peculio.

El principio del servicio al Estado -que antaño se orientó hacia la figura del monarca-, en el presente es percibido como una entelequia intrínsecamente ligada a días pretéritos. Entonces, el carácter mismo de la República, sufre una suerte de transfiguración que trae consigo patentes indicios de inestabilidad. Por consiguiente, no sólo cunde el desencanto ciudadano, sino que, debido a la falta de sustancia moral que aflora por doquier, se potencia el despliegue de una conducta indefectiblemente voraz: “trasquilar” al Estado hasta donde sea posible. Ya que a éste se le ha adscrito la aureola característica de una gran “mamadera”, siempre lista para la succión sin tope de los oportunistas más felones.

Admitamos que Chile -otrora- fue capaz de darse instituciones respetables y respetadas, tanto en el ámbito interno, cuanto en el internacional. Una de ellas fue el Congreso -que siempre reguló eficazmente los actos de los gobernantes-, desalentando así toda iniciativa tendiente a “hacer la vista gorda” ante cualquier uso anómalo de los caudales públicos (corrupción).

Consecuentemente, resulta sobremanera desolador advertir como nuestros honorables congresistas -entre gallos y medianoche e “inspirados” por la proximidad de un comicio electoral-, se autoadjudiquen jugosos aportes monetarios a fin de solventar “ciertos envíos postales”. Y lo que de por sí representa un acto extremadamente agravioso para sus mismos electores, es que no trepiden, además, en asegurarse mediante el pago de pingües indemnizaciones, para la eventualidad de no resultar reelectos por la ciudadanía.

Estas prebendas, por cierto, no podrían siquiera ser imaginadas por el sempiternamente estoico contribuyente de la Nación, ya sea público o privado. Tampoco por el Presidente de la República, ni por el de la Corte Suprema. Menos por los Comandantes en Jefe de la Fuerzas Armadas. Pero hay más: amén de estos irritantes desembolsos para aquel hombre que trabaja anónima y pudorosamente en nuestra patria, se añade otro más dirigido a sus secretarios personales, el cual, por cierto, también se cancela con cargo a la “siempre profusa sangría fiscal”.

Tales acciones -aparte del verdadero “morbo” a que dio lugar el recientemente conocido desvío de fondos públicos, como asimismo la develada participación de los llamados operadores políticos en actividades proselitistas ilegítimas-, corroen peligrosamente el prestigio de este poder del Estado (cuya imagen -como se sabe-, continúa deteriorándose, sin que nadie tenga la altura suficiente para ponerle coto).

Al respecto, cobra licitud detenernos en las esclarecedoras enseñanzas que surgen de nuestra hermosa historia republicana. Ya que, en 1924, la sola intención parlamentaria de autoasignarse una dieta, produjo la disolución del Congreso: una de las instituciones más antiguas del mundo. Pues sesionó regularmente durante 93 años consecutivos, e inclusive en medio del fragor de las dos conflagraciones exteriores (Confederación Perú-Boliviana en 1836 y la Guerra del Pacífico hacia 1879).

Posteriormente, dicha entidad jamás ha podido revitalizarse por completo de ese patético descalabro, siendo disuelta -como si fuera poco-, en otras dos oportunidades, y, “para variar”, en un ambiente lleno de suspicacias por parte de la ciudadanía.

Lo que ocurra en el parlamento, sin embargo, no repercute tanto en el Estado, como lo que pudiese acontecer con el Presidente de la República o los partidos políticos.

En lo tocante a los últimos -activos nuevamente desde hace ya casi 20 años-, es obvio que han conseguido dirigir dicha corporación y por tanto las convocatorias a las urnas. No obstante, les ha resultado prácticamente imposible someter la voluntad de los electores; porque estos, en su gran mayoría, siguen optando por no adquirir militancia política alguna. De ahí que los partidos, a sabiendas de su incapacidad financiera, hayan consensuado una ley que les asigna un relevante aporte fiscal (¡Otra “gracia” más…!). O sea, disponiendo inconsultamente del dinero que los ciudadanos de Chile tributan con sacrificio; aunque esos mismos ciudadanos no estén inscritos en los cuadros de alguna entidad partidaria o, en su defecto, ni siquiera en los registros electorales.

Si siguiéramos al pie de la letra el espíritu de tan pintoresca medida, habría también que apoyar económicamente a toda empresa en déficit, de suerte tal que pueda subsistir a costa del erario nacional: ¡algo impresentable por donde se mire…!

A su vez, ante el influjo poderoso de las diversas tiendas políticas, es evidente que la actitud de la primera autoridad de la Nación cobra una importancia cardinal. No obstante, se visualiza claramente que su imagen ha venido sufriendo un sensible detrimento, al menos desde hace unos tres decenios. Pues, de una u otra manera, ¡se advierte que la figura del Presidente ya no posee la majestuosidad que tuvo en otros momentos de nuestra historia republicana…!

Y es que los mandatarios de Chile -independiente de cual fueren las convicciones que verbalizan explícitamente-, coinciden en priorizar asuntos de carácter contingente en el ejercicio del gobierno. Por ende, aquellos tópicos que son materia de preocupación universal por parte de cualquier Estado, lisa y llanamente quedan al margen de sus programas de gobierno. Esto -dicho sin rodeos- en virtud que no concitan el interés de los votantes, como asimismo de quienes conforman el “clientelismo” partidista.

Está a la vista, verbigracia, no sólo lo que ha sucedido con la crisis energética (imprevisión pura), sino que también con ciertos temas de futuro ampliamente merecedores de una actitud política clara, sin titubeos, como es el caso de las reservas de agua dulce.

Asimismo, conviene recalcar que no se requiere poseer competencias geopolíticas ni militares de nota, para intuir cuán necesario resulta anticiparse a hipotéticos conflictos que pudiesen sobrevenir en la zona limítrofe del norte de Chile: y, por supuesto, no a largo plazo.

En definitiva: estas cuestiones claramente trascendentes para el Estado, exigen una atención de primer orden por parte del Poder Ejecutivo. Pero lo real es que a ello se interpone una especie de “factum”, que determina que el Presidente de la República -vale decir, el mismísimo Jefe de Estado-, tenga que circunscribirse a desempeñar únicamente el circunspecto rol de Jefe de Gobierno: una potestad menor.

Vistas así las cosas, nada impide concluir que quien se aventure en postular a la primera magistratura de Chile -de cara al ciudadano votante y tras la búsqueda de su apoyo en las urnas-, sólo está en condiciones de prometer al pueblo la realización de determinadas reformas socioeconómicas, o bien ocuparse de algunos problemas puntuales que afectan a las llamadas “fuerzas vivas” del entorno social. Más exactamente: aquellos sectores que concitan un ingente número de individuos con capacidad de convocatoria.

Tal vez la postura anterior -que denota un neto sentido electoralista-, no sea del todo errada. Pero esto, sin duda, sólo si su puesta en marcha contempla no excluir instituciones que siempre serán esenciales para el funcionamiento óptimo de Estado; entiéndase -entre otras- la Administración, el Poder Judicial y/o las Fuerzas Armadas.

Es imprescindible, además, no pasar por alto que el franco desconocimiento del rol de dichas entidades estatales, ya golpeó una vez la conciencia de los chilenos, cuando, en el año 1969, fueron testigos del “estreno” de la primera huelga judicial acaecida en la república. E igualmente del inquietante desafío enarbolado por el general Roberto Viaux (“tacnazo”): movilizaciones de por sí bulliciosas -con ribetes de escándalo-, pero que se fundaron en motivos puramente gremiales.

Una señal a todas luces demostrativa de la evidente aminoración de la figura del Presidente de la República, es el fehaciente ocaso del multipartidismo a contar de 1964. Ya que la primera autoridad de la nación, desde esa época, ha constituido el gobierno sólo con los partidos que la llevaron al poder: Frei Montalva (que lo hizo con el apoyo exclusivo de sus dilectos camaradas democratacristianos), Allende, Aylwin, Frei Ruiz-Tagle, Lagos y ahora Bachelet; o, como el general Pinochet, que, al contrario, optó por borrarlos del mapa.

En este contexto, huelga consignar los “dimes y diretes” que suscita la influencia partidista sobre las decisiones del Presidente de la República. Entre estos, por ejemplo, el cuoteo en los cargos de legítima designación por parte del Ejecutivo (considérese, por citar sólo un hecho, lo que ahora último ha sucedido en Chile-Deportes); lo cual no sólo desencadena odiosas disputas “en la repartija del apetitoso botín”, sino que también en lo que respecta a decidir quiénes postularán a ejercer cargos de elección popular; porque, en esas circunstancias, comúnmente pecha un sinfín de potenciales “líderes”, siempre listos para asumir los “sacrificios” inherentes a incorporarse en la cosa pública.

¡He aquí entonces un nuevo estilo de “saqueo” al Estado…! Pues, en la praxis, se entroniza una poco disimulada red oligárquica, que termina por vilipendiar al siempre correcto hombre de trabajo de la Nación. Ese ciudadano, aquiescente y silencioso, que regularmente concurre a las urnas… “en democracia…”, como suele hoy repetirse con una majadería que ya provoca cansancio.

No debiera por tanto ser causa de asombro que de pronto escuchemos altisonantes discursos donde se plantea la urgente necesidad de establecer una política de Estado -y no de gobierno-, en referencia a ciertos organismos que son fundamentales para la República. Entre ellos: el Ministerio de Relaciones Exteriores. Ya que esa secretaría ministerial, debido al incremento del rubro exportador derivado de los convenios de libre comercio que Chile ha suscrito, es actualmente una de las principales instancias de gobierno. Idéntico panorama se perfila con la Judicatura, la Contraloría, la Educación y también las Fuerzas Armadas.

Pareciera entonces que sólo un estilo superior en el ejercicio de la política, podría proveer a dichas entidades estatales de funcionarios de carrera, ajenos a la partitocracia, que sirvan a la Nación y no al gobierno de turno. Esto, en pocas palabras, significaría dar inicio a una verdadera modernización del Estado.

En cualquier caso, un cambio de esta magnitud sólo es factible si se concreta aquella perspectiva unificadora que compendia fielmente el concepto Presidente-Jefe de Estado: una especie de ente indivisible.

Si los chilenos contáramos con una administración que fuere capaz de hacer suya dicha directriz, entonces recién, y a partir de ese instante, podría emerger una mirada global a largo plazo, que dé prioridad a los intereses permanentes de todos los ciudadanos de esta tierra, y, desde luego, que sobrepase la habitual “miopía” de quienes se encuentren circunstancialmente en el poder.

En suma: la idea de un Presidente-Jefe de Estado, resuelve la tácita mutilación que cercena abiertamente su rol. Ya que el Presidente de la República -al constituirse hoy en un mero Jefe de Gobierno-, debe limitarse a concretar unos cuantos objetivos específicos durante su período constitucional. Y si éste osara mirar el futuro con los ojos de un auténtico estadista, aquello le significaría no sólo comprometer su propia base electoral, sino que también la de los partidos que lo llevaron a tan augusta jerarquía en el aparato público.

Chile entonces -desde 1973-, se encuentra a merced de un grave intríngulis político, el cual, inexorablemente, provoca dramáticos desequilibrios en el Estado; porque -¡y digámoslo sin eufemismos…!-, los chilenos carecemos de un régimen de gobierno.

Cierto es que la decisión mayoritaria del pueblo, a posteriori del derribamiento de Allende, determinó el acceso al poder de varios gobernantes. Sin embargo, esos mismos gobernantes, han ejercido el mando en ausencia de un referente sólido que legitime su función de conductor del Estado. Por eso, cada mandatario ha hecho lo que puede. Principalmente porque no existen reglas del juego fijas, estables, que den fuerza legal a su actuar político. De ahí que se imponga la improvisación acorde con la contingencia. El período presidencial, dicho sea de paso, se ha modificado caprichosamente (predominio de los intereses electorales inmediatos de los partidos). La necesidad de emprender reformas constitucionales -y excúseseme la metáfora-, por poco parece haberse convertido en un real “prurito”, que evoca los años inmediatamente posteriores a la abdicación de O’Higgins (1823).

Desde luego que concebir un régimen de gobierno, no constituye una tarea sencilla. Lo usual, claro está, es que los mandatarios desconozcan el problema y se circunscriban a manejar las cosas “a la buena de Dios”, pero siempre teniendo a mano las encuestas: uno de los usos y abusos más emblemáticos de la época que vivimos.

Dadas estas circunstancias, no podemos menos que colegir que Chile debe proyectarse por sobre esto. Más que nada porque en los hechos fue capaz de “dar a luz” una economía muy distante de añejas prácticas estatistas; entonces ¿qué le impide ahora hacer lo mismo en el terreno político? Esto es, por cierto, que logre autoproveerse de un modelo de Estado inmanente a su propia experiencia histórica.

Cabe pues estudiar, con cuidadoso esmero, el interesante desarrollo institucional de nuestra patria: único en el mundo. Es necesario, asimismo, hacer un esfuerzo sostenido por sacudirnos de cualquier inclinación conducente a reproducir lo extranjero en nuestra realidad -y lo que resulta todavía más grave, a reproducirlo defectuosamente-, como también a escuchar la “voz omnisciente de aquellos sabios foráneos” que con asiduidad nos visitan. Si nos hacemos demasiado permeables al influjo de ultramar, aquella falencia reforzará decisivamente esa ínsita minusvalía que a veces irrumpe en el espíritu de los chilenos.

Por cierto que hay experiencias dignas de tener en cuenta más allá de nuestras fronteras, pero no en cuanto a las instituciones que en otros lugares se hubieren dado, sino que particularmente en lo que hace referencia a la actitud férrea demostrada por algunos pueblos para construirlas por sí mismos.

El ministro Diego Portales -ciertamente el más egregio estadista nacido en América española-, no escatimó elogios respecto de la institucionalidad inglesa; como, igualmente, acerca de las características psicológicas de sus habitantes. No obstante, el actuar político de Portales, pone de manifiesto que ni siquiera “rumió” alguna vez la posibilidad de reproducir en su patria aquel modelo institucional que tanto le había impresionado. Y menos, por supuesto, que sus connacionales hicieran suya la consabida flema que caracteriza al típico ciudadano británico.

Esta disposición, sin duda, devela el colosal talento político que el ministro expuso ante sus compatriotas mediante una mirada lúcida, desideologizada, independiente, creativa y primordialmente futurista: la eseidad misma que configura el perfil más exacto de un cabal hombre de Estado.

Al mismo tiempo, parece oportuno hacer presente que los chilenos -ahora último-, hemos venido aceptando con indolente ligereza cierta propaganda que pretende enseñarnos ¡qué significa ser un genuino estadista…! Pues casi todo el mundo permanece inerme cuando determinados “voceros” -aquellos personajes que vemos con asiduidad en los medios de comunicación-, intentan adscribirle tan excepcional atributo a ciertos integrantes de nuestra repetida “casta política”: una faramalla más que se nos desea “vender”. Porque, sin duda, lo que sí tenemos frecuentemente ante nuestros ojos, no es más que un proceder mediático, casi farandúlico, de que hace gala uno que otro señorón “adiestrado” para moverse al ritmo de las encuestas y, a partir de éstas, concebir un comportamiento abiertamente funcional a la mera intención de arrimarse o mantener el poder al precio que fuere.

Pero hay algo todavía más ignominioso, como es el hecho de que estas “impolutas figuras de la vocería pública chilensis”, pretendan inducirnos a confundir una noción tan excelsa del quehacer político -como es la de estadista-, con actitudes que podríamos insertar dentro de los cánones más perversamente falaces de la demagogia: una verdadera bomba de tiempo para la democracia… ¿O no…?


Dr. Sergio Rey (Ph.D., Ma.)